La moneda única, la relación transatlántica y la inmigración amenazan el proyecto de integración europea, como consecuencia de las nuevas realidades. ¿Habrá dudas sobre su futuro?
Desde la introducción del Euro, en 2002, es la primera vez que la moneda única se desenvuelve en un contexto de crisis económica y financiera. En 2008, ante las primeras sacudidas, el Euro aparecía como el protector de las economías europeas frente a las réplicas de la crisis financiera. En la actualidad, es obvio que se transforma en un serio freno para los países en riesgo, impidiendo la práctica de devaluaciones competitivas, capaces de fomentar el crecimiento a través de la exportación y captación de inversiones y de facilitar la lucha contra el desempleo.
Hay que recordar que en el momento de su introducción física, el Euro ha contribuido al aumento de los precios y mermado el poder adquisitivo de los ciudadanos. Pero sus defensores, lejos de imaginar circunstancias similares a las que se viven hoy en día, se complacían en su afán de competir con el dólar y de tratar de hacer del recién nacido la moneda de referencia en las transacciones internacionales, incluyendo el comercio del petróleo.
La idea no era descabellada pero se quedaba a medio camino precediendo una unión política que, en el Viejo continente, no dejaba de ser una quimera, a pesar del tratado de mínimos de Lisboa.
¿Dónde quedan los famosos criterios de Maastricht que condicionan la adhesión a la moneda única en términos de estabilidad de precios, finanzas públicas y tasa de cambio?
Lejos del primer tema, leemos en diferentes medios de comunicación que en previsión de la conferencia de Nueva York, en mayo próximo, sobre la revisión del tratado de no proliferación nuclear, que el Primer ministro Belga, Yves Leterme, hace público en un comunicado, la evaluación de una iniciativa conjunta entre varios países europeos (Alemania, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Noruega), con vistas a eliminar el arsenal nuclear en Europa. No se está lejos de replantearse el papel de la OTAN, heredado desde la guerra fría, o reconsiderar la tradicional relación transatlántica.
Lo que sorprende, en primer lugar, es que esta iniciativa no cuente con la adhesión de Israel, como gesto de buena voluntad ante las pretensiones de Irán y las perspectivas de paz en Medio Oriente. Y en segundo lugar, cabe cuestionarse sobre la voluntad del Reino Unido y de Francia ante la variante de prescindir de la clásica política de disuasión frente a Rusia. En todo caso, la iniciativa belga tiende a comprometer seriamente la tradicional influencia de Estados Unidos en Europa.
A estos elementos hay que añadir nuevos indicadores como la reciente caída del Gobierno holandés a causa de diferencias irreconciliables sobre la prolongación de la misión militar de Holanda en Afganistán, o el malestar francés por la intervención humanitaria de Estados Unidos en Haití.
Todo este vaivén aparece como un replanteamiento de la relación de la Unión Europea con Estados Unidos. Podría ser consecuencia de una presunta debilidad en la nueva política internacional del Presidente Obama; del mismo modo que se podría atribuir a sentimientos de desamparo frente a una crisis que no acaba de terminar.
Otro tema que sigue provocando confusión, pasión e incertidumbre, es la inmigración. Frente a la crisis se recurre a su descalificación y no son pocos los sectores políticos que ante las próximas consultas electorales, preparan sus armas para utilizar a seres humanos como arma arrojadiza, a pesar de saber todos que son imprescindibles para supervivencia de la Unión Europea.
Por ello cuesta imaginar que los políticos pretendan ignorar lo que supondrían la falta de natalidad, las oportunidades de crecimiento, el equilibrio de la Seguridad social y las necesidades de bienestar, en particular, para la tercera edad, perdiéndose en debates contraproducentes de velos o identidades nacionales.
No se trata aquí de fomentar la inmigración sino de sostener un discurso razonable, realista y transparente ante la ciudadanía.
Por parte de los países exportadores de mano de obra, corresponde considerar el déficit que supondría para ellos prescindir de esa fuerza de trabajo y de su capacidad creativa a medio y largo plazo.
La cuestión no es de saber cual de los dos bandos pierde o gana, sino dejar de cuestionar la condición humana, su dignidad y su libertad natural.
Es hora para Europa de definirse de nuevo. Se supone que el ciudadano europeo reclama que su proyecto de integración, no sólo sea el de la prosperidad, sino el que le garantice la seguridad en tiempos de vacas flacas. Sólo en ese caso la Unión Europea podrá cumplir con todas sus promesas y expectativas.
Abdeslam Baraka
Rabat 26 de febrero 2010