Acosados en tierras ajenas, vilipendiados a veces por mentes ignorantes de su propia realidad, acusados de todos los males por políticos poco escrupulosos con una supuesta ética de la tradición democrática, los inmigrantes representan, sin embargo, el soporte indispensable del sistema socio-económico occidental.
Son gente culta que no alcanza a ser profeta en su tierra; son personas “nacidas demócratas” que no soportan vivir en sistemas regidos por otros principios o que carecen de ellos; son seres humanos que buscan mejorar su vida y la de sus seres queridos; son los desplazados de nuestro siglo, los nuevos desterrados y las víctimas del desorden mundial. Son una u otra cosa o todas a la vez. Lo cierto es que constituyen el fenómeno del siglo más temido y paradójicamente deseado en ciertos casos.
Suman más del 9% de la población en Europa, cerca del 15% en América del Norte y el 16% en Oceanía.
Aportan a Occidente su sabiduría, su fuerza de trabajo, su juventud, su diversidad, su consumo y su contribución fiscal. Todo ello es cuantificable y su contribución a las economías de los países receptores ampliamente estudiada y comprobada.
No siempre deciden buscarse la vida por iniciativa propia. En gran parte son captados por Estados o empresas en busca de mano de obra, de médicos, ingenieros, técnicos informáticos y otros cuadros formados gracias al esfuerzo de sus compatriotas, en sus pobres países de origen. Es la llamada caza de cerebros, y de personas que si no alcanzan las previsiones establecidas por sus seductores… son devueltos a sus lugares de origen con el consiguiente descalabro para ellos y para su comunidad de origen. Se olvida con demasiada facilidad que la persona que arriesga su vida más allá de sus fronteras, en busca de una situación laboral mejor, no sólo se expone a sí misma sino a la comunidad que contribuyó a su formación y que ha puesto en él sus esperanzas. De ahí tantas personas de la emigración que, antes de regresar con un fracaso a sus lugares de origen, se dejan la vida de una u otra forma, como llevados por el viento.
Empezaron por ser carne de cañón en las guerras europeas del siglo XX. Luego pasaron a ser la mano de obra indispensable para la reconstrucción. Hoy son el sostén imprescindible del bienestar occidental. Pero seguirán siendo objeto de controversias, manipulaciones y explotación mientras el sentimiento de debilidad les persiga.
Salieron débiles de sus tierras y llegaron desamparados a su destino. El miedo al fracaso es su principal enemigo y un gran vacío de incomprensión les rodea. De nada les sirve atenerse a los convenios internacionales de “protección de los trabajadores migratorios” ni a la propia declaración universal de Derechos Humanos puesto que emocionalmente no se sienten en condición de reclamar ni de defenderse. Son auténticos desarraigados que soñaron con repetir a la inversa los caminos de los pueblos que los invadieron, sometieron y explotaron.
Por ello necesitan de la comprensión y de la asistencia de la gente de bien hasta que ese sentimiento de debilidad desaparezca. Entonces se habrán integrado en las sociedades de acogida aportando sus saberes y su riqueza o habrán conformado especies de ghettos en tierra extraña, como fue el caso de muchas otras poblaciones a lo largo de la historia.
Los mismos europeos han padecido las mismas dificultades en su larga historia como emigrantes antes de caer en la cuenta de que están ante otros semejantes a quienes deben acoger con arreglo a las leyes de la hospitalidad y de los derechos fundamentales.
En la actualidad, aparece de nuevo la figura del “expatriado” por la que algunos parecen inclinarse para indicar la condición de emigrante occidental.
El matiz no es ni casual ni despreciable. Corresponde a un espíritu diferente y se deduce de un sentimiento de libertad y de seguridad.
Sea por razones económicas o por el placer de buscar otros cielos, el “expatriado occidental” es consciente del respaldo que supone para él, su propia nacionalidad. No tanto por pertenecer a un mundo poderoso sino porque simplemente, su persona cuenta en democracia.
Sin duda, la condición de ciudadano forja en el individuo una personalidad con características peculiares que le confieren dignidad, serenidad y confianza.
El sentirse arropado por un Estado de Derecho es lo que a fin de cuentas distingue al expatriado del inmigrante. Y me inclino a creer que el fenómeno migratorio actual se mueve justamente por la incesante búsqueda de ese mismo sentimiento.
Abdeslam Baraka
Rabat a 2 de Marzo de 2009